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Lo que sucede, conviene.
4 DicHace poco me enteré que en breve tengo que dejar el departamento donde vivo antes de lo que tenía pensado. Y una sabia persona me dijo que como soy tan reticente a los cambios, los cambios me llegan casi de forma obligada.
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Es una semana muy intensa de muchos cambios laborales, mucho ruido y pocas nueces. Nadie sabe qué va a pasar, nadie sabe cómo vamos a seguir. Radio pasillo por mil.
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El lunes me hicieron una propuesta fabulosa, que el martes se dio vuelta y me dejaba patas para arriba. Entre el miércoles, jueves y viernes, idas y venidas que nada definieron y que mucho agitaron.
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Yo opté -y digo que opte porque realmente así lo decidí- tomarme todos estos movimientos de la mejor manera que podía: entregarme al universo, porque lo que sucede conviene. Porque todo siempre se resuelve de la mejor manera que tiene que resolverse. Porque siempre algo mejor está por venir.
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Esto no significa que me quede de brazos cruzados esperando al universo que actúe por mí, sino que es todo lo contrario: soltar y abrirme a nuevos escenarios.
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Después de una semana como la que les conté, salgo del trabajo y mientras cruzo la 9 de Julio veo que el colectivo que me tomo para volver a casa está en la parada. Intento alcanzarlo con un piquecito, pero el amoroso del colectivero arranca cuando yo estaba a un metro de llegar a la puerta. Atrás venía una chica que con menos ritmo también corría para alcanzarlo. Nos encontramos las dos en la parada dejadas de garpe por el colectivero, y una vez más en la semana, pensé para mis adentros «lo que sucede conviene», quizás el próximo colectivo venga vacío y tenga un lugar para sentarme.
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Al rato, llega otro colectivo. Saludo al chofer, pido mi boleto y tal como había predicho: conseguí lugar para sentarme. En eso, un pasajero que estaba de parado cerca de la puerta de entrada, se pone una nariz de payaso y saluda a todos los presentes. Sólo yo le respondo, pero incitando al resto de los pasajeros a que lo salude, empieza su stand up.
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Nos contó que no tiene ninguna enfermedad, que no tiene una familia numerosa que mantener, que no es portador de HIV, que ni siquiera es desempleado. Nos contó -mientras repartía un chupetín a cada uno- que es actor, egresado de alguna escuela que no recuerdo y que había encontrado en estas performances callejeras la forma de hacer lo que más le gusta, actuar. Nos contó que el chupetín que nos estaba dando, era un regalo para todos que él nos hacía y que si nosotros podíamos aportarle con algo por su show, lo agradecería.
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Por lo general los payasos no me gustan. Para nada. Pero este tipo estaba con buena energía, o quizás era yo. Así que antes de que terminara busqué en mi cartera mi billetera para darle algo de plata. Mi billetera no estaba. Sabía que no la había perdido, me acordaba cuándo y dónde había sido la última que vez que la había usado: al medio día, así que sí o sí debía haber quedado en la oficina. Pensé en la fiaca que significaba bajarme del colectivo un viernes a la tarde con un fin de semana largo por delante para tomarme un colectivo que me devuelva a microcentro, caminar esas cuadras hasta el trabajo (que aunque son pocas, se me hacen eternas), subir los ocho pisos del edificio en alguno de los cinco ascensores que andan a su piacere y caminar hasta mi oficina en el fondo para recuperar la billetera. Hice un repaso veloz de la gente que quizás podría seguir en la oficina y llamé a mi jefe que todavía estaba ahí. Me acordé que me lo crucé antes de irme y le pregunté si se quedaba o se iba. Siempre que puedo, aprovecho a volverme con él que pasa por la esquina de casa cuando va de camino a la suya.
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Al rato bajé a buscar la billetera. Safe and sound. Pensé en el colectivero que me vio correr media cuadra para alcanzarlo y avanzó justo antes de que llegara a subirme y le agradecí.
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Es exactamente eso lo que pasa en cualquier aspecto de la vida: corremos para subirnos al colectivo que creemos correcto, pero que en realidad no es el indicado. Corremos para subirnos a lo que viene primero, a lo que creemos que «es lo que sigue», sin estar seguros de que ese es el lugar donde debemos estar, donde realmente encontraremos nuestro espacio.
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Hoy fue el colectivo que me dejó de garpe y me salvó de que tuviera que volver a la oficina a cualquier hora que sea que me hubiera dado cuenta que me faltaba la billetera. Por eso, cuando creemos que tenemos la «mala suerte de perdernos el bondi», tenemos que saber que lo que sucede, conviene. Que algo mejor está por venir. Siempre.
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PD: Al actor le di algunas monedas que encontré tiradas en el fondo de la cartera y le dije que gracias a él, me di cuenta a tiempo de lo que me faltaba.