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¡Por la ventana, no!

19 Ago

Cuando estudiaba en la facultad -y hasta no hace mucho tiempo atrás- manejaba un Renault 9 del año 91. Lo que quise a ese auto, creo que no es comparable con casi nada. Gris, con una puerta trasera abollada, resultado de un choque bobísimo en la General Paz una mañana. Un auto que dejaba abierto (porque los seguros no cerraban), auto que resistía todas las lomas de burro. Que en invierno y a la madrugada tenía que subirme con una frasada -literal- hasta que la calefacción se ponga a tiro, y de más está decir que lo más similar a un aire acondicionado, era el viento (no chiflete, viento) que entraba de la puerta del acompañante. Un auto que era un tanque australiano para pelear las rotondas, Costanera y micro centro… un caballito de batalla infalible.

Nunca faltaban las jodas de mis compañeros. Que cuando lo iba a vender, que andaba en una batata… yo feliz con mi autito. Pero había un poco de verdad. En la última época, me quedaba sin batería, se reclentaba y más al final, todos los miércoles me volvía en grúa.

Nadie podía entender el amor que le tenía, hasta que se subían. Los asientos te abrazaban y te cantaban el arrorró hasta llegar a destino. Todas las cargadas después de subirse, se acallaban y entendían el respeto y cariño que el auto se merecía.

Un día saliendo de la facultad, se me acerca Keco y me pide que lo lleve hasta Palermo. Yo trabajaba ahí y él vivía en el camino. Estábamos en la esquina de Canal 7, Figueroa Alcorta y el atajo. Semáforo. Esquina de mi vendedor ambulante preferido. No me acuerdo cómo se llamaba, pero nos conocíamos. Charlábamos todo lo que duraba la luz en rojo. No era como los vendedores de Córdoba y Alem, esos no tenían ni onda ni nada. Me hostigaban para que compre cosas que en la vida iba a usar: un cuaderno de Nemo para pintar, un rifa, plumeros para sacudir el auto, 5 anotadores: no uno, obligaban a comprar de a cin-co. Mi vendedor amigo en cambio tenía cosas que siempre quería comprar: los paraguas con orejitas, los encendedores gigantes, o las pelotas de tenis en XXL.

Ese día el vendedor no estaba, y yo estaba hablando con Keco del verano. Había pasado hace poco, y en el afán de conocernos -era mi primer año con ese grupo- nos comentamos algunas anécdotas. Abre una caja de Marlboro de 10, saca el celofán. Mientras me contaba cómo la había pasado en Pinamar, veo que tira algo por la ventana.

No me acuerdo qué más dijo. Sé que me quedé helada y sin importar si me estaba contando lo más importante de su vida, y largo un áspero y seco: «¿Qué hiciste?». Tiré el papelito de los cigarrillos. «¿Vos estás loco? Levantalo.» Dale, me estás cargando… «No, ¡no seas roñoso! ¿Cómo vas a tirar un papel por la ventana?

Yo soy de esas personas que retan a los malos conductores. Los reto y me peleo a muerte en las rotondas, toco bocina cuando se mandan alguna y me enojo si se meten en mi carril sin poner el guiño. Hoy me enojé muchísimo con un hombre que hizo lo mismo que mi amigo de facultad. Le toqué bocina y le hice luces, pero obvio, el hombre jamás se dio por enterado.

Me acordé del anécdota con Keco y pensé… pobre, este chico no sabía que se había subido al auto de una maníaca del «prefiero-mugre-en-mi-auto-que-tirar-afuera». Pobre Keco, ni nos conocíamos y le hice pasar un momento horrible. Por suerte después lo tomamos siempre con humor, y con el pasar del tiempo amagaba a tirar un papel al piso para ver mi cara de desesperada y maestra ciruela. Aunque le costó bastante aprender… Más de una vez, con más confianza, le hice levantar papelitos que tiraba al piso, por lo menos aprendió que por la ventana… ¡no! Ya se tuvo que bajar del auto para buscarlo una vez.

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