Desde que tengo uso de razón, me gusta algún chico. Cuando estaba en el jardín estaba enamorada de Facu, mi amiguito un año más grande. Como no sabía ni escribir -y todavía dibujaba a las personas al «palito-style»– le pedía a mi mamá que escriba las cartas de amor que yo le dictaba. Romántica de cuna.
Mi primer novio lo tuve en segundo grado, pero claro… siempre fui una agrandada así que el señorito me llevaba como cuatro años. Cuatro años, cuando tenés seis es una gran diferencia.
Ni hablar de cuando me enamoré de Diego en sexto. Si bien hubo otros amores en el medio (si me pongo a escribir de cada uno, no termino más), Diego fue único. No sé cuántos años tenía en sexto, pero él me llevaba cinco o seis de diferencia. ¡Imaginate, yo coleccionaba Barbie’s y él ya fumaba! Diego fue único… hasta que me enamoré de Tomás. Me acuerdo que calculaba a qué edad nuestro amor podría ser real: «cuando yo tenga 18 y él 23, vamos a estar más parejos». De más está aclarar que mi amor por Tomás no llegó a los 18. Ni cerca. Ojo, no soy fácil para enamorarme, ni fácil en desenamorarme… de hecho me cuesta bastante. Detalle que hice carne más adelante cuando «amor» empezó a significar algo más que un «tiene lindos ojos».
Romántica de cuna y flashera a más no poder. Yo no sé si todas las mujeres pasaron por esto, pero con mis amigas comprobé (más-menos) que sí. Mientras los varones jugaban al fútbol, nosotras nos juntábamos a charlar… ¡de chicos! La realidad es que cuando las mujeres nos juntamos a hablar, no siempre… pero muchas veces, hablamos de hombres.
Ilusas hasta la médula, jurábamos encontrar el amor en cada papanatas que se nos cruzaba. Cuanto más bizarra la historia, más romántica podía ser. Pateadas hasta el cansancio, con llanto propio o llanto ajeno de alguna amiga, las frases se repetían hasta el cansancio: «todos los hombres son iguales», «es un inmaduro, un pendejo», «no te llamó seguro porque perdió tu teléfono», «no está listo para algo serio»… y demás similares. Siempre buscando la mejor manera de excusarlos para que el golpe de realidad (que no le gustás) no sea tan fuerte.
Culpa propia o culpa ajena, me han pateado más de lo que pateé. En mi familia hay un chiste interno que dice «Me patean, me patean, me patean: pateo.» Efectivamente, cada pateada fue terrible. Quizás no importaba tanto el otro, pero el desamor es el desamor.
Ahora la cosa cambió. Si bien siempre hubo algún que otro caso, ahora los románticos son los hombres.
Hombres que creen en el destino, en las relaciones kármicas. En que las casualidades no existen y las vueltas de la vida tienen, de hecho, un sentido. Hombres que mueren de amor y creen tanto en que es la indicada, que se enfrentan a situaciones infinitas para estar cerca de su ex. Hombres que se declaran enamorados a los cuatro vientos, cuando siempre fueron más duros que una roca. Hombres que entienden a las mujeres, las entienden y las esperan cuando a ellas le surgen dudas. Hombres que no tienen reuniones o partidos de fútbol como excusa, y te llaman en el entretiempo desde la mismísima cancha para preguntarle qué hace. Hombres que llaman desde el avión, cinco minutos antes de despegar, sólo para escucharle la voz. Hombres que se les ilumina la cara al verlas, y le brillan los ojos más que si estuvieran estrenando una Play Station 3.
Perfecto equilibrio… ahora parece que no estábamos tan locas cuando hablábamos de haber conocido al «amor de mi vida». Por suerte ahora eso es compartido. Tarde o temprano esto tenía que pasar. No creo que sea cuestión de moda. No creo que sea cuestión generacional. Creo que es una cuestión de timing. A todos les llega el momento. A veces temprano, y terminan casándose a los 23 años, o a veces más tarde.
Ojo chicos… que ahora son las mujeres las que están rebeladas. No todas, pero algunas.
Igual sigan así, que no hay nada más lindo que los hombres románticos.